Por lo general, los pequeños que crecen en un entorno de comprensión, respeto y cordura superan la transición de “bebés” a “niños” con un alto concepto de sí mismos.
Han incorporado todos los mensajes que papá y mamá tanto nos hemos esforzado por transmitirles como tejido básico del ideario de sí mismos: eres estupenda, tu vales mucho, eres tan inteligente, qué bien dibujas, me encanta tu sonrisa y muchos más adjetivos que sus enamorados padres hemos repetido y repetido con la intención de que les quede claro: ¡hijos, sois maravillosos!
Y aunque el entorno no siempre haya sido coherente con esta visión tan optimista (es posible que algún niño ya se haya encargado de insultarle o que la tutora no vea en él su mejor lado) , lo cierto es que hasta ahora el impacto de la aprobación social no era lo suficientemente importante como para que la imagen de sí mismos se viera explícitamente minada en ningún sentido.
Sin embargo, el tiempo pasa. Y nuestro pequeño narciso aterriza, un buen día, en el mundo real. En un mundo que no siempre le devuelve una imagen amable de si mismo y en el que siempre habrá personas, adultos o niños, que no le ven ni tan guapo, ni tan listo, ni tan adorable como le ven en casa sus familiares y amigos más cercanos. Niños a los cuales sus gracias no les hacen gracia. Niños que le señalan lo fea que es esa camiseta o lo ridículo de su corte de pelo. O su cara.
Obviamente, todos esos reflejos negativos conviven con las miradas amorosas de siempre, las que siempre están ahí.
Pero algo cambia.
De alguna manera nuestro hijo deja de ver sólo su propio reflejo en el estanque dorado para empezar a ver, también, la imagen de sí mismo que le devuelven los demás. Su reflejo en el espejo de los otros… a veces amable y otras, de tan fea, casi irreconocible.
La caída del narcisimo es un momento crucial en el desarrollo, en tanto que requiere de un manejo inteligente por parte de aquellos que queremos ayudar a crecer a nuestros hijos.
En primer lugar porque nosotros somos los primeros que tenemos que aceptar que en el mundo habrá gente que no valore a nuestro hijo –o a nuestra familia- como lo hacemos nosotros. Y transmitírselo al niño con naturalidad. De hecho, es hasta posible que algunas de esas críticas o miradas más duras “tengan algo de cierto”… o al menos puedan ser la otra cara de la moneda de una de sus muchas virtudes (ser un pesado y tener tesón son la misma cosa vista desde diferentes ángulos, por ejemplo).
Nuestra labor es ayudar a nuestros hijos a integrar todas las miradas y a desarrollar un criterio inteligente para reconstruir su propia imagen en función no sólo de lo que él pìensa y sabe de sí mismo, sino también de lo que proyecta y le devuelven los demás. Y aprender a distinguir los reflejos que merecen la pena de los que no: aceptar un comentario negativo puede ser una invitación a crecer y saber algo más de nosotros mismos… o puede ser un dardo envenado que contamine la confianza en nuestra valía.
Es posible que personas a las cuales nuestro hijo no importa nada (unos chavales que acaba de conocer en el parque, unas niñas más mayores que acaban de poner sus ojos en ella..), hagan un comentario determinado en un momento dado: “mira este panoli cómo le da a la pelota”. Y puede que nuestro hijo lo escuche y se sienta dolido, se cuestione, se enrede en el sentimiento de haber sido agredido en lo más íntimo (porque en realidad, es a los ojos de papá y mamá a los que contradice directamente este comentario) y se sienta incapaz de metabolizar una situación que, sin duda, se repetirá en innumerables ocasiones a lo largo de su vida.
En realidad, las palabras son eso, palabras. Lo importante es la intención real con que esas palabras fueron dichas y por quién fueron dichas. ¿Esas personas conocen a nuestro hijo? ¿Saben algo de él, de sus aptitudes, sus intereses, sus sentimientos o sus dificultades? Si la respuesta a las anteriores preguntas es un “no”, lo que tendremos que enseñar a nuestro hijo es a no valorar las palabras dañinas de aquellos que tampoco nos valoran a nosotros.
Si a los dueños de esas palabras no les ha importado el impacto que las mismas han tenido en su corazón… ¿por qué habrían de importarle a él esas palabras?
Sin embargo, hay valoraciones negativas que pueden aportarle un sano conocimiento de sí mismo; no hay razón para rechazar sistemáticamente todas aquellas palabras que vayan en contra de la buena idea que tenemos de nosotros mismos. El ejercicio de la autocrítica no tiene por qué darnos miedo: ¿es posible que siempre quiera ser el protagonista? ¿será verdad que a veces es vanidosa? ¿se le da fatal encestar en la canasta?.
Las personas no somos perfectas y nuestros hijos no son una excepción. Pero el hecho de no ser perfectos no significa que no seamos dignos de ser amados y, por supuesto, respetados y aceptados, aún con nuestras limitaciones o fallos. Y nosotros ,a cambio de ese respeto y ese cariño, debemos esforzarnos en mejorar.
Todos necesitamos un otro que nos diga lo maravillosos que somos y, al tiempo, nos señale nuestros fallos. Todos necesitamos que alguien empuje a nuestro narciso al agua y nos recuerde que además de cisnes somos patitos feos.
En realidad, una autoestima en condiciones no es aquella que se compone solamente de buenas ideas sobre nosotros mismos: es aquella que integra nuestras capacidades y nuestras limitaciones de forma que las otras no impidan que brillen las unas.
Y ahora llegamos a la columna vertebral de la cuestión que, como casi siempre, se encuentra estrechamente vinculada al ejercicio de la paternidad y al estilo educativo que practicamos en nuestro hogar.
¿Somos padres y madres capaces de convivir con visiones diferentes a la nuestra? ¿aceptamos que nuestra pareja nos cuestione en algún sentido? ¿permitimos a nuestros hijos señalarnos nuestros fallos como padres? ¿somos conscientes de nuestros defectos y nuestras virtudes? Y por último, ¿sabemos escoger a nuestros críticos?
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